Y eso pese a que la realidad de los trenes españoles es bastante peor de la que describe en su distopía.

un elemento de capital cultural objetivado. Importa su capacidad para integrarse en una narrativa visual que hable de la noble alma de su propietario. Lo que cambia es su disposición: se rebaja, disueltas sus raíces, y se le pone a trabajar codo con codo con otros elementos de distinción.

—sabia, digo, pero de una sabiduría popular: lo que lee todo el mundo que quiere entrar al club— de volúmenes muy concretos que vinculan a uno con otra tradición.
El libro no se transforma. Sigue siendo...

Pero puede que haya algo más: la necesidad de asumir las formas de una seductora estética burguesa en un contexto económico cada vez más precario se resuelve en el abandono de las sólidas, o más bien pesadas, bibliotecas por la sabia elección...

No hay nada que justificar, no hay genealogía, y acaso por ello los libros que se escogen para posar pertenecen siempre a escritores de última hora: la contemporaneidad de un homo novus frente a la latinidad de quienes nacieron en una familia de raíces profundas.

La bien nutrida biblioteca doméstica no ha sido desplazada por el libro individual, sino por este conjunto de objetos, en que la literatura ya no va más allá de la apariencia. No es un manifiesto de adhesión a una larga genealogía, que vendría a justificar el lugar que uno ocupa.

estos devienen en un complemento más, al mismo nivel que unos zapatos, un sombrero, una americana, una pluma. Todos ellos nos hablan por igual del alma del retratado, y dicen: simulacro, voluntad de ascender, mímesis de un habitus.

Cosa distinta es cuál pueda ser la causa de este cambio.
Uno desearía pensar que esta nueva forma de esgrimir el libro como un fetiche de clase está relacionado con la intensidad con la que llega un autor, pero por el diálogo que establecen tales libros con los demás objetos de la fotografía...

El valor de una vida medido en la sintaxis: la materia prima no se basta a sí misma como artefacto literario. El mundo de la poesía se impone. ¿Qué hacer?

Pero también hay otra cosa: la literatura. Una es más real porque está mejor contada. Un testimonio vale tanto como seduzca con su retórica. Se pueden pintar nuevas realidades o imitar las que creemos conocer.

Una lo parece más, cumple las expectativas de la desdicha: es mejor víctima, se ajusta al paradigma. Una es más real porque pienso la realidad así; casi, podría decirse, la deseo: nuevas formas de martirio que aseguren el privilegio epistémico de la experiencia.

Reducidos a su condición de testimonio, en frío, ambas pueden ser valiosas. La preferencia por una, me insisto, ¿a qué responde? La inconsciente solidaridad con las víctimas: mejor cuanto más víctimas.

Son tópicos. Pero los tópicos, las convenciones literarias, no anulan la experiencia: le dan sentido.

Portero: linealidad, un poco de morbo, los nazis pateando cabezas, la genealogía trans como émulo de la genealogía femenina. Acaso también Sosa: la experiencia marginal —“pero marginal de verdad”—, la policía detrás de las travestis, el sida, la aburrida fantasía hispanoamericana.

¿Por qué prefiero una sobre la otra? ¿Me inclino por un testimonio más brutal porque así pienso la experiencia trans? ¿Cuántos prejuicios de los que no soy consciente hay detrás de mi valoración más literaria? Exotismos contemporáneos.