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Así que, si algún día me escuchás decir que tengo un solo hermano, no es que me olvide de Dami. Es que estoy tratando de no romperme, mientras guardo bien adentro el recuerdo de ese Chino hermoso que me enseñó a leer.

No cuento esto por nostalgia. Lo cuento porque lo que le pasó al Chino no fue un accidente: fue una coincidencia de cuando se rompe el tejido social.
Y eso —tristemente— está volviendo a pasar.

A veces tengo que mirar bien sus fotos para que no se me borren sus rasgos. Pero cuando suenan los Rolling o cenamos todos en familia, siento su ausencia como un hueco en la mesa.

La Justicia nunca nos dijo quién fue. ¿Qué se podía esperar de un fiscal que luego fue apartado por un crimen de lesa humanidad?
Hoy, veinticuatro años después, ya no recuerdo su voz.

Mi hermano Paulo vino a avisarle a mis viejos. Yo tenía 14. Me despertaron los gritos de mi mamá. Salí corriendo atrás de ellos, y vi una escena que ni el Alzheimer va a borrar.

Se sentó en la vereda, con la espalda contra la reja, las piernas cruzadas y las manos en los bolsillos. Y esperó así su muerte.

A la medianoche, un vecino le tocó el timbre a mi otro hermano y le dijo que fuera a buscarlo, que estaba borracho dormido en la esquina. Pero no estaba dormido. Lo habían apuñalado. Dicen que una patota lo venía siguiendo.

Salió en marzo de 2001. Tenía 26. Volvió a casa, consiguió trabajo, y de a poco se iba acomodando. Le empezaba a crecer el pelo de nuevo. La idea era recuperar esa melena morocha de antes.
El 2 de junio fue a cobrar y después se encontró con unos amigos.

Una madrugada rompió la vidriera de una panadería pensando que agarraba bombones de una mesa. Se los comió sentado en la vereda. El verdulero de al lado llamó a la policía. Cuando llegaron, él les ofreció lo que estaba comiendo. Pasó nueve meses y once días preso por eso.

Era inteligentísimo.
A los 18 se fue a vivir solo. Tenía su mundo. Iba y venía. A veces volvía a casa un tiempo. En su primera juventud empezó a consumir de forma problemática. A los 24 o 25 ya estaba atravesado por esa batalla.

El mayor se llamaba Damián (centro de la foto), aunque todos le decíamos el Chino. Tenía esa mezcla rara de amiguero hacia afuera y amargo hacia adentro. Pero te quería a su manera. Yo tenía cuatro años cuando me enseñó a leer, cansado de que le preguntara a cada rato “¿qué dice ahí?”.

Volvamos al correo postal.

Que la amabilidad no se nos pierda en el apuro ni en la intemperie.
Hay demasiada violencia dando vueltas, demasiado grito suelto.
No sumemos más ruido.

Hagamos de nuestros vínculos un escudo.
Que la ternura sea la trinchera.

Nos quiero mucho.

Ya me asombra que cuesten 300 lucas. Perdí referencia de todo.

Lito