Igual tenemos que empezar a admitir que somos una sociedad bastante madura y bastante civilizada y que los únicos que están interesados en que reine el caos y el miedo son, bueno, ya sabéis quiénes.

No se trata de rechazar ese miedo, sino en reconocerlo. Enseñar lo que sentimos, acercarnos, quedarnos. No porque ya no haya miedo, sino porque ahora elegimos vivir, incluso con él.

Evitar tiene sentido. Si lo miramos con compasión, fue una respuesta inteligente en su momento. Nos ayudó a seguir. Nos dio espacio para respirar. Pero con el tiempo, eso que una vez nos salvó puede empezar a encerrarnos. El miedo que antes nos cuidaba, ahora nos limita.

Cuando te imponen formas de vivir, no cambia lo que las personas valoran; solo genera más sufrimiento al desconectarlas de sus propias elecciones y sentido de vida. Que injusto y que miedoque las personas que “nos representan” no cuiden nuestra sociedad.

Cambiar no es olvidar ni negar tu pasado. Es reconocer que hoy puedes elegir hacer algo diferente. Es como si tu vida fuera un libro, no puedes arrancar las páginas viejas, pero si puedes escribir nuevas que cambien el rumbo de la historia.

Lo que viviste dejó huella, claro. Te enseñó maneras de actuar, de defenderte, de relacionarte. Pero que hayas respondido así antes, no significa que no puedas hacerlo distinto ahora.

A veces, una siente que está condenada a repetir lo mismo una y otra vez. Como si las cosas que hiciste (o que te pasaron) ya te definieran para siempre. Pero no es así.

Históricamente hemos sido una herramienta de control y disciplinamiento del pensamiento hegemónico. Por eso es absurdo pretender un ejercicio despolitizado. Por eso es absurdo hablar de psicopatología del individuo y no entender las problemáticas psicológicas como un producto social.

Esto no significa hablar en nombre de quienes sufren el racismo, sino escuchar, aprender y posicionarnos de manera clara en contra de cualquier forma de opresión.

Si no cuestionamos activamente los prejuicios y las dinámicas de poder en nuestra sociedad y en nuestra propia profesión, corremos el riesgo de perpetuar las mismas estructuras que generan sufrimiento.

Si queremos ofrecer un acompañamiento verdaderamente ético y eficaz, debemos reconocer cómo el racismo se infiltra en nuestras prácticas terapéuticas.
La neutralidad no es una opción cuando hablamos de discriminación.

No significa callar ante la injusticia, sino elegir con astucia dónde poner la voz. Gritar al vacío no es lo mismo que alzar la voz donde importa y te escuchen. Luchar también es saber cuándo dar un paso atrás para seguir avanzando. No todas las batallas merecen nuestro tiempo.

No podemos cambiar todo ni convencer a quieres no quieren escuchar. Muchas discusiones (especialmente en redes), no buscan justicia, sino atención. A veces lo más adecuado es no darle aire al fuego y poner esa energía en acciones concretas.