Ganas de dejar esta ciudad tan plana, tan resabida, tan aleccionante y cruda, sin romance, sin amores furtivos, sin amores trascendentes. Esta ciudad fea, inhóspita. Que agotada y pequeña se siente a veces Bogotá.

Ganas de Sabi hablando de todo y de nada, de ir a un vegano barato o al turco de la esquina. Ganas de estaciones. Ganas de distancia y anonimato.

Ganas de ir a museos sola cada vez que se me cante y de andar sola de noche, ganas de hacer desayuno con Cachi y que le cuente chismes del parlamento europeo mientras hablamos de los vecinos rancios que creen que somos pareja.

Ganas de meterme a cuanto grupo de lectura había en las sedes barriales de Die Linke para pelear por esto o lo otro y luego salir a beber con un puñado de nuevos amigos de todo el mundo.

Ganas de besar a un argentino guapo que conocí en un bus borracha y le hice jurarme que me haría llegar a casa para despedirlo con mi teléfono. Ganas de cultivar en las afueras.

Ganas de ir a casa de Nad, donde ya no vive, cenar con sus roomies, entrar en debates álgidos, ganas de andar en bici, mi bici hermosa que vendí por nada, de ir a los lagos, desnudarme sin pudor.