Aguardabas, mientras oscurecía, hasta que al fin se hizo de noche y te encontró esperando, y esperaste, porque la paciencia siempre ha sido una de tus facultades, y porque no quedaba más remedio. Te acomodaste en el sofá desde donde controlabas casi todo el piso. Pudiste comer algo, acomodarte, echar una cabezada, pero en vez de eso, diste vueltas por el piso bajando las persianas y encendiendo un punto de luz en el pasillo, en el salón y en la cocina, que encontraste cerrada.

Con un café caliente recuperaba la sensibilidad de mis manos mientras amanecía. A través de la ventana miraba hacia el cielo y veía algunas nubes y gaviotas; al bajar la vista, en la tierra, gente madrugadora que cumplía con sus horarios o rutinas. Era un bullicio del que me excluía a pesar de mis obligaciones y salía, solía hacerlo, para verme desde fuera, tomar aliento y observarnos sin llegar a preguntarme nada.

Los compañeros de otros turnos salen a fumar, yo salgo para respirar. A veces pienso cuántas veces, durante todos los años que he pasado aquí, he respirado el mismo aire recorriendo los pasillos para comprobar que las puertas estén cerradas y aseguradas, las luces apagadas y nadie, salvo yo, de ronda o asaltando la cocina. Por eso llevo una linterna, porque hay zonas completamente a oscuras y son las que han cumplido su objetivo durante el turno de mañana o el de tarde, después se olvidan y abandonan hasta las seis de la mañana, por eso una linterna, sí, que me ayuda y da algún pequeño susto o la visita de un agente de la ley.

No me quedaba mucho para la jubilación; solo unos años, cinco, no llegan a cinco años. Y después, ¿después qué? Me moriré, seguro; conozco algunos casos. Tras una vida de trabajo, solo eso, sin tiempo apenas para uno, hay quien no llega a soportarlo, tan merecido descanso, y se abandonan al descanso eterno, o alguien se adelanta y te da en acero o plomo ese billete eliminándote del censo.

Solía salir temprano para procurarme tiempo y prevenir molestos imprevistos, como los que temía esa mañana cuando, al llegar a aquella zona de la ciudad, comenzaron a fallarme las señas y la orientación. Hoy, en un lugar concreto de la zona alta de la ciudad, debía encontrarme con alguien. Aunque disponía de tiempo, no me sobraba, ni me sobraría, temí, al ver que anochecía.

Una persona, sí, delante de la puerta de un apartamento de uno de los pisos de esos grandes y viejos, y siempre envueltos en penumbra, edificios; alguien allí de pie y con su mano en el pomo, o quizá en la cerradura; porque no sé, no puedo saberlo, no podría, encontrándome como me encontraba, tan lejos en aquel pasillo interminable donde solo veía su figura, la de una persona con, déjeme pensar, un bulto a sus pies, un bulto regular, una maleta, sí, eso es, de pie frente a la puerta y con una maleta, sin saber, no podría saberlo en ese momento, si acababa de llegar o se marchaba.

Hacer algo, hacer, hacer cosas, cualquier cosa. El teléfono, una comunicación que no llego a entender. No puedo pensar con claridad, aún no. ¿Por qué me llaman? ¿Por qué a mí? ¿Qué quiere, quieren de mí, él, ella, todos? Una circunstancia que me afecta directamente pero que, a la vez, no me afecta para nada. Compromete una parte de mí; en cuanto a la otra parte, no está o se desentiende en absoluto.

Me miro en el espejo y me pregunto si lo que veo, quiero decir, el reflejo inverso u opuesto de mí y mi entorno se dará en todas las cosas sin necesidad de un espejo; o si de todo positivo se da su negativo; o si de toda la materia hay antimateria, como de la luz se da la oscuridad y así con todo lo que existe y de todos los modos imaginables.

Me pregunto si eso que llamamos coincidencias significa algo, si es otra cosa o es nada. No hablo de una supuesta vigilancia digital donde, si mencionas un deseo, te bombardean con ofertas. No. Lo que a mí me sucedió fue otra cosa, algo distinto, curioso y que me ha pasado más de una vez. ¿Podría ser casualidad? Si lo fuera, sería una muy certera.

Nos habíamos trasladado, cambiamos el bullicio de la ciudad por la tranquilidad y la soledad del campo. Me preguntaba ahora, mientras intentaba corregir mi último encargo, si aquella decisión fue, cómo decirlo, consensuada o imperó, como excusa, mi propio egoísmo sabiendo como sé, que mi mujer solo soporta esta soledad en pequeñas y nada frecuentes dosis. Somos muy diferentes. Yo soporto bien y busco una soledad que necesito, y mi mujer gusta de una moderada vida social.

Me desespero cuando no sé qué escribir. Me desespero y llega el ruido. Llega de golpe, sin que lo sienta, y me sorprende sin avisar mientras me encuentro acodado con casi medio cuerpo fuera de la ventana, expuesto a la gravedad, al ruido del tráfico y los olores propios de la hora de comer. Entonces le sigo el ritmo al rumor de mi cabeza, a eso que le llamo ruido y que me dura hasta la hora de la obligación.

Aquí me dejaron o quise quedarme yo, no lo recuerdo, porque después de unas copas que no acostumbro y la pérdida de control, me vi, más tarde, sentado y acodado frente a un espejo sucio en la barra de un local que bien pudiera estar en mi ciudad natal como en cualquier otra de cualquier otro país porque, mirase donde mirase, nada me era conocido o familiar, como tampoco entendía del todo el habla de la gente de mi alrededor, no sé si por el estruendoso ruido como por una mala e ineludible resaca con la que debí vaciar mis intestinos.

Me llamaron y citaron para esta mañana, a primera hora. Tanto la llamada como la inmediatez con la que me requerían me hacían dudar y pregunté sin obtener respuesta porque se limitaron a la notificación, que repitieron después de un breve silencio y a la finalización de la llamada. Salí temprano y cogí un taxi. No quería conducir tan temprano y en un día que amenazaba lluvia.

Me resulta inevitable, llegado el momento, prepararme una buena taza de café, hundirme en mi cómodo sillón y sumergirme en la lectura que más tarde interrumpe mi setter irlandés de pelo rojo, como si buscase, porque sabe que también cargo mi pipa y fumo, adormecerse junto al fuego de la chimenea que contemplo, mientras le acaricio la cabeza. Después del placer de la lectura, no hay otro como contemplar el fuego o el mar de madrugada, en silencio.

Hoy me he encontrado a la vecina. Venía con bolsas en la mano y una expresión mezcla de enfado, miedo o amenaza. Pero al verme, se le mudó en otra que muy bien podría decía algo así como ¡qué bien que nos vemos, querría compartir contigo una pequeña confidencia! Mi vecina alzó nerviosa y como pudo una de las bolsas. Aunque podía olerse, me dijo, que había encontrado el pulpo entero y cocido, que llevaba dentro, listo para entregarlo a una espectacular receta con la que pretendía sorprender con una receta que, siguió diciendo, quería encontrar en internet, pues disponía aún de mucho tiempo.

No puedo avanzar. Lo veo, lo sé, llega la muerte pero no es el final. Por eso regreso, por eso vuelvo a comenzar y respondo las preguntas que alguien me susurra y que no entiendo, con la respuesta que pronuncio una y otra y otra vez, hasta que veo llegar la muerte y debo comenzar. Pero no despierto. Sueño que abro los ojos, y los abro.

Empezó a leer un libro que eligió al azar. Un libro breve que cogió, abrió y empezó a leer evitando ver el título del libro o quién pudo escribirlo, saltándose los prólogos, los agradecimientos y las dedicatorias; lo empezó a leer solo porque le apetecía leer un libro con un comienzo que eligió al azar, por un comienzo que no le importaba, un “Érase una vez…”, un “En un lugar de La Mancha…”, un “Mucho tiempo he estado acostándome…”, solo porque quería leer y empezó con ese libro que eligió al azar.

Volvió el malestar, en esta ocasión buscaba el título de un libro. ¡Joder!, pensó. Le costaba respirar, y temblaba. Cerró la boca e inspiró por la nariz con toda la intención hasta llenar sus pulmones de un aire que expelía con rapidez y sin vaciarlos por completo. Centrado en su respiración, confió en recuperar la calma de su cuerpo y poder volver así a su rutina.

Sabía que no debía pero, a pesar de todo, se levantó de la silla y se acercó al frigorífico porque recordó que había comprado su mujer una cuña de queso curado, aún sin abrir, al que deseaba hincarle el diente. Se contuvo durante varios días hasta que llegó, sin avisar, el momento en que iba a probarle. Era mediodía, hacía calor y recordó que debió regar sobre las diez de la mañana el césped.

Hoy le tocó trabajar en el jardín. Rellenó de gasolina el depósito de la cortadora de césped y dio largos paseos durante algo más de una hora, después podó un níspero y un naranjo y, cuando empezó a darle forma redondeada a un par de callistemon, se tomó un respiro cuando se le acercó un vecino a saludarle. Hoy vendrían sus hijos de visita, le comentaba el vecino entre sorbo y sorbo de cerveza helada.

Necesitábamos pan, una barra de pan o un bollo, nos bastaría con un bollo de pan para comer. Éramos tres a la mesa y con un bollo sería suficiente. No comíamos mucho y el pan apenas lo probábamos, pero se echaba en falta en la mesa o, pensábamos, puede que más tarde a cualquiera de nosotros nos apeteciera una tostada o un pequeño bocadillo con fiambre y queso porque, como a la hora de comer comemos poco y apenas si comemos pan, el pan que nos sobra nos puede apetecer más tarde.

Se despierta, estira y levanta de la cama un lunes, martes, miércoles… Se viste, desayuna, desahoga; después cambia de ropa porque pronto da comienzo su jornada laboral. Cumple con sus ocho horas, su paciencia y su regreso a casa donde aparca, saluda a la familia y comen todos en silencio; así transcurre hasta el final de la jornada. Ha concluido un día, una semana, un mes hasta que pasa un año y otro y otro y…

Un vehículo se acerca a la entrada de un edificio de oficinas. Para justo en la puerta y se le acerca un individuo alto que le abre la puerta y un paraguas. Un hombre previsor, se dice el pasajero, que le saluda y camina junto a él hasta franquear la entrada. Se dirige al ascensor y pulsa un botón. Última planta.