Adiós a Laura Ortega, la militante que cuidó de un distrito entero de Madrid
Portavoz del PSOE en Arganzuela durante años, logró lo que tanto costaba en el Madrid de Gallardón: que la mayoría absoluta del PP levantara el rodillo
Hay muchas formas de ser vocal vecino, una suerte de concejales a escala que representan a los partidos políticos en las juntas de distrito de Madrid. Aunque es un cargo levemente remunerado, los hay que aparecen una vez al mes por el pleno con las manos en los bolsillos y sin propuestas que hacer. Hasta pueden no tomar la palabra en toda la legislatura, más que para jurar o prometer el cargo. No es el caso de Laura Ortega (Palencia, 1953 — Madrid, 2025). Durante tres legislaturas, en los tiempos de Botella y Gallardón, ella llegaba a la Junta de Arganzuela ataviada con un bolso enorme y la carpeta llena. Además de acudir a los plenos, cubría guardias en el despacho que los socialistas tenían en la junta, en la Casa del Reloj. Las tardes de los lunes y los miércoles, allí esperaba por si asomaba algún vecino. Como una familia asustada por los fuegos que, desde el bajo y por el patio, llegaban de un restaurante sin licencia. Si el Ayuntamiento no actuaba, Ortega tomaba notas, lo comentaba en el PSOE —el partido del que fue portavoz en Arganzuela— y, a los pocos días, acudía a visitar a quien tocara.
Todos los meses llevaba Laura alguna proposición o, cuando menos, una pregunta al pleno. Será por perseverancia que consiguió lo improbable: a veces, el PP levantaba el rodillo, como se suele llamar a las mayorías absolutas como las que tuvo aquellos años, y sorprendía al votar a favor de las iniciativas de Ortega. Bien saben los socialistas que esto jamás pasaba. En 2012, esta vocal logró que la junta se comprometiera a adaptar las calles de Arganzuela para las personas invidentes. Basta con cambiar el relieve de las baldosas para que, al tacto del bastón, los viandantes sepan que están llegando a un paso de cebra, un alcorque, un bolardo o una marquesina. Laura mostró en el pleno un sinfín de fotografías con puntos peligrosos para ellos. Aunque la concejala le dio el sí, ella volvió a la carga meses después, tras ver que todo seguía igual. “Lo hemos comprobado, no se han hecho actuaciones”, figura en las actas. No fue la primera vez que fiscalizó alguna promesa incumplida, que los populares achacaban a la crisis. Y para combatir la crisis, Ortega logró que el PP aceptara actuar contra la malnutrición infantil en Arganzuela. También gracias a ella se empezaron a celebrar cursos de primeros auxilios en los centros de mayores del distrito.
Hubo propuestas que Laura no logró sacar adelante. En 2013, la junta se negó a abrir los gimnasios públicos de Arganzuela, con todas las prestaciones, a los discapacitados a los que sí permitían entrar gratis a la piscina. Ortega supo que esto resultaba frustrante y humillante, ya que estos usuarios llegaban a la piscina, la encontraban llena y ni siquiera tenían permitido entrar a las demás salas. En el centenar de iniciativas que llegaría a plantear, muchas se dedicaban a los ancianos, los niños y la diversidad funcional. A veces, el PP decía que no, pero con truco: leían las proposiciones que Laura entregaba en el registro y, para cuando tocaba discutirlas en el pleno, ellos ya habían resuelto de tapado cualquier estropicio.
Fueron los de Ortega mandatos convulsos. Los afectados por las obras de la M-30 llegaron a vaciar, en el salón del pleno, un saco con la arena que encontraban a las puertas de su casa. El equipo de Gobierno estuvo a punto de colocar una chimenea, para que respirasen los nuevos túneles de la circunvalación, en el parque de Tierno Galván. Pero dieron marcha atrás. Cuando el Teatro Circo Price se reformó a principios de este siglo, las obras agrietaron decenas de viviendas alrededor. Hubo que apuntalar edificios enteros, asegurar sus cimientos y los vecinos, mientras, se alojaron fuera de casa. Laura no se perdía una de sus protestas. Por fin, el Ayuntamiento decidió sufragar aquellos costes. Al tiempo, Ortega apoyó a los sanitarios del centro de especialidades de Pontones, que entregaron 30.000 firmas para que la Comunidad de Madrid no delegara su trabajo en la gestión privada.
“Pretenden un Madrid que no nos podemos permitir. Un Manhattan en el Mahou-Calderón, un gran centro comercial en el Mercado de Frutas y Verduras. Quedará un distrito de postal, pero con un montón de necesidades sin cubrir”, llegó a lamentar en 2015, en uno de sus últimos plenos. La famosa expresión remunicipalizar, que tanto utilizaría Carmena a partir de entonces, ya estaba en el vocabulario de Laura años antes de que Ahora Madrid tomara las riendas de la capital. Con el cambio de color en la ciudad, Ortega se dio un respiro. Su labor ya no hacía tanta falta. Atrás quedaban no solo los plenos, sino las asambleas del partido, las jornadas electorales en los colegios, el repartir panfletos y madrugar para los mítines.
Laura Ortega, en el centro de la fotografía junto a Trinidad Jiménez en las fiestas de La Melonera del año 2010
Y las fiestas de la Melonera, claro. Entonces, Ortega visitaba las casetas de otros grupos para saludar a los adversarios. Eso, cuando salía de la barra del PSOE. Aunque otros partidos contratan camareros y cocineros para su carpa, los socialistas trabajan en ellas como voluntarios. Así que Laura dejaba la carpeta y el bolso, y amarraba unos tarros gigantes de salsa brava, que preparaba en casa por la mañana y llevaba por la tarde a la caseta. Después se quedaba junto a la caja, dada su formación como contable. Si la barra se llenaba y la caja también, mientras los vecinos de Arganzuela escuchaban los conciertos de Sergio Dalma o el Dúo Dinámico, Ortega volvía a su piso frente a la estación de Atocha con la alegría en el rostro. Lo que se ganaba durante cuatro noches sirviendo cervezas y zetapinchos, llamados así en honor a Zapatero, daba para pagar durante un año el alquiler de su agrupación local.
Hasta el final estuvo Laura pendiente de la actualidad política. Nos dejó el pasado 2 de julio en el Hospital de Villalba y, solo un día antes, lamentaba cómo algún ministro había metido la mano en la misma caja que ella solía custodiar con ilusión. Tampoco entendía que Felipe González o Emiliano García-Page atacaran al Gobierno. Ortega se marchó luchando, igual que ya de pequeña se revolvía contra las monjas y sus clases de formación del espíritu nacional. Como en la universidad, donde conoció a su marido, de origen árabe, y se enamoró de la causa del pueblo palestino.
Laura aún estaba consciente cuando el médico les dijo que, tras años batallando contra el cáncer, solo quedaba el dejarlo marchar y empezar los paliativos. Ella pasó la última tarde con su familia, escuchando la música soul que siempre le acompañaba y refrescándose con un gazpacho. Luego se echó la siesta, a sabiendas de que podría ser la última. Cuenta su hijo Iván, el pequeño de los dos que tuvo, que empezó a llover a cántaros en cuanto Laura dejó de dar signos vitales. Quien sea que gobierne allá arriba, que se prepare. Ella está ahí para cambiarlo todo.
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